LA LUZ Y LA MEMORIA: UN LUGAR AZUL

 

 

II. Después de los 17

 

 


A raíz del éxito de la función teatral que hicimos en 1979 en el Teatro de la Cova los egresantes del último año del secundario en el Colegio Fátima y que incluyó el primer acto de "Barranca Abajo" de Florencio Sánchez y la obra "Máscaras" de Alice Gerstenberg, ambas bajo mi dirección, habíamos decidido armar para el año siguiente un grupo de teatro del colegio al que llamaríamos Grupo de Teatro del IEF (Instituto Educacional Fátima). Estuvo conformado tanto por egresados de esa camada como por cursantes del año siguiente que ahora pasaban a ser egresantes y con los cuales teníamos muy buena relación. Por supuesto también alentamos la inclusión de otros jóvenes interesados en hacer teatro y no necesariamente vinculados a ese colegio. Éramos bastante gente y yo me sentía muy entusiasmado de ser el impulsor y conductor de esa experiencia grupal y poder así continuar con mi camino personal de crecimiento como director siguiendo mi tempranísima vocación por la dirección teatral y mi necesidad de foguearme y progresar para arribar a las metas tan ambiciosas que me había propuesto para el mundo de la ópera.

 

Para eso durante el verano leí cientos y cientos de obras de teatro a fin de encontrar las adecuadas al grupo y a mis gustos. Había otros dos participantes que también tenían capacidad y vocación de dirección: mi amiga de infancia Gaby Fernández Bisso, con quien había hecho "Máscaras", y mi gran amigo del conservatorio de música, Pablo González Casella. Entre los tres se dio un triunvirato espontáneo y consensuado que iba tomando sus decisiones con el consentimiento del resto. Decidimos hacer para septiembre de ese año de 1980 un espectáculo de tres obras cortas, mucho más manejables que una obra más extensa, y con dirección repartida: dirigida por mí, la obra "Bagatelas" de Susan Glaspell a la que yo le había echado el ojo hace meses; el monólogo de Eugene O' Neill "Antes del desayuno", dirigido por Gaby, así como el clásico cómico de Anton Chejov "El oso". Mientras que para noviembre ya teníamos planeada una puesta a mi cargo de "Ha llegado un inspector" de J. B. Priestley y luego en diciembre otra de "Canción de Navidad" de Charles Dickens en una adaptación mía y también bajo mi dirección, además de la de una farsa policial que debía escribir y dirigir Pablo, "Muerte a la inglesa". Para estas tres últimas obras se pretendían desde luego más funciones que un mero debut y despedida.

 

Pudimos negociar una función para la presentación del grupo con el tríptico en el Teatro de la Cova, pero por presiones económicas del teatro y total falta de apoyo del colegio al que representábamos y que era propietario del teatro, para las otras obras era casi imposible coordinar nada. De manera que fuimos a hablar con otra parroquia del barrio de Martínez, la de la iglesia de Santa Teresita, que tenía un pequeño teatro muy modesto pero sobre todo un párroco más que decente, el venerable padre Jorge Schoeffer, un tipazo extraordinario que murió hace poco (la noticia me impactó mucho porque además del inmenso respeto y gratitud que tenía por él, lo consideraba un santo varón) y a quien, apenas le conté nuestras cuitas y proyectos teatrales, puso la sala a nuestra entera disposición. Quizás sintió empatía con nuestro entusiasmo porque cuando era seminarista también había hecho teatro; sin embargo el sacerdote dueño del colegio donde habíamos estudiado también había sido actor y de hecho construido el famoso teatro de la Cova, de modo que a primera vista el determinismo histórico sólo no serviría para explicar las buenas o malas acciones y predisposiciones de un ser.

 

 

BAGATELAS
 

Para el tríptico que presentaría al grupo teníamos apalabrada la Cova para el 10 de septiembre, no precisamente ad honorem, así que nos pusimos manos a la obra. "Bagatelas" de Susan Glaspell era la obra que yo había elegido para abrir el espectáculo y como director. Me había enamorado del texto apenas lo leí en el mismo libro de teatro en inglés donde estaba "Máscaras", de Gestenberg. El original se intitulaba "Trifles" y lo traduje durante el verano teniendo en la cabeza para los papeles protagónicos a Gaby y a Alejandra Roberts, que ya había trabajado en "Barranca abajo". Empecé los ensayos con ellas, fascinado por el modo en que íbamos logrando construir los climas escalofriantes de esta obra tan oscura e inteligente, y después se les unieron los tres hombres, a quienes no conocía. Carlos Otero, el novio de una de las actrices de "Ha llegado un inspector", se incorporó a último momento para hacer del granjero que con el largo monólogo clave que abre la obra y en donde narra la forma en que descubrió el cadáver, marca el tono de lúgubre suspenso que la envuelve. Él también logró en la preparación evocar ese clima tan complejo que es la marca de la pieza y que tuvo su apogeo en el ensayo general que hicimos a la medianoche y a la sola luz de un farol en una obra en construcción abandonada que evocaba el terror de esa granja maldita en donde se iba a desarrollar, en los intersticios de los pavorosos silencios y las frases musitadas, esta historia de conocimiento, de reconocimiento, solidaridad y conspiración que con toda la fuerza de la tragedia griega en tan pocos minutos logra narrar tanto.

 

 

 

 

Ese ensayo general fue la versión ideal de la obra que me gusta guardar en la memoria para hacerle justicia. Porque el estreno fue a todas luces un fiasco escandaloso y sonoro de risas y abucheos únicamente imputable al director, que por su inexperiencia creyó que las cosas se hacen solas y por arte de magia, que olvidó que en una obra de tal envergadura emocional, el realismo y el naturalismo no deben ser sinónimos de falta de teatralidad, que debía haber dedicado más tiempo al control objetivo de las variables en una obra tan difícil hasta estar seguro de haber superado la duda razonable y que todavía era suficientemente naif para creer que el público perdona, cuando no tiene por qué. Fue una experiencia dura y muy dolorosa tanto para mi ego como por el cariño que le tenía al magnífico artefacto dramático que era esta obra, por lo que mi principal aprendizaje fue que hay que saber cuidar adecuadamente lo que uno quiere y valora y no hay justificación racional que valga para lo contrario, al igual de lo que ocurre con una madre con su chiquito en la vía pública. Por suerte para el grupo las otras dos obras dirigidas por Gaby anduvieron muy bien, particularmente "El oso", que con su carácter tan festivo cerraba exitosamente el espectáculo. Faltaban menos de dos meses para el estreno del siguiente, a mi cargo, y decir que mi autoridad y credibilidad estaban vapuleadas es decir poco.

 

 

HA LLEGADO UN INSPECTOR

 

Esta vez dediqué más tiempo a los ensayos, aunque desde luego en "Ha llegado un inspector" de J. B. Priestley hay algo de mecanismo de relojería y un histrionismo más exterior que lo hace más fácil de abordar que "Bagatelas". Me tomé muy en serio la indicación del autor de que muchos críticos habían malentendido su obra como solamente un poco de revuelo ocurrido una noche en el seno de una familia de la alta burguesía inglesa y que en una puesta en Moscú habían interpretado correctamente su dimensión simbólica alusiva a la experiencia europea de las dos guerras mundiales.

 

De modo que intenté leer la obra en esa clave y encontrar mi propia versión que le diera unidad y sentido al espectáculo. Más allá de los contenidos obvios de crítica social a una clase y a una actitud determinadas (el capitalismo salvaje, el individualismo liberalista a ultranza, el arribismo social y los dobles estándares morales de la alta burguesía, etc.), era posible ver en el anuncio de la muerte de la protagonista ausente la condensación simbólica de las muertes masivas de las dos guerras mundiales, de manera que cada uno de los dos anuncios sobre los que pivota la obra podía ser directamente asociable a la primera y a la segunda guerra, respectivamente.

 

En la medida en que la mayoría de la acción transcurre entre esos dos momentos, de algún modo se juega la representación simbólica de cómo se llega a repetir el mismo fenómeno indeseable, cuáles fueron las causas del primero y por qué actitudes y mecanismos se desemboca en el segundo. Hasta aquí, en plena concordancia con el primer nivel de análisis crítico social arriba aludido. Me pareció que era posible dar un paso más y a grosso modo asociar a cada personaje con un país clave, tal como Eva a Alemania, Sybil a Inglaterra, Arthur a Estados Unidos, Gerald a Francia, Sheila a Rusia y Eric a Austria, con el inspector como un elemento neutro y metafísico representando a la consciencia. Aunque el enfoque era estimulante y esclarecedor, no me resultó interesante desde el punto de vista escénico, ya que no le iba a poner banderitas a los actores.

 

En cambio sí me interesó llevar más allá esa idea del inspector como una encarnación de la consciencia y no un ser humano real. Y en la medida en que su presencia fuera simbólica, podía pensársela onírica o nocional en la mente de los integrantes de la familia Birling (incluyo al prometido como futuro miembro), gatillada como reacción por la necia brutalidad del pequeño discurso ideológico triunfalista del pater familias, que es cuando suena el timbre anunciando la llegada del inspector, y en un momento similar de la misma índole, la segunda vez el llamado telefónico final. Si toda la acción entre esos dos momentos era pensada como un drama onírico simbólico y moral que ocurre en la cabeza de cada uno de ellos entre el primer "ring" del timbre y los siguientes "rings" del teléfono, toda la acción de la obra se ordena con una lógica implacablemente naturalista y sin apelar como recurso a lo sobrenatural, que en esta ocasión no me interesaba.

 

En la medida en que la consciencia es culturalmente asociada desde Platón a la luz, ésta sería un eje ordenador del escenario y de la irrupción de la consciencia encarnada en el inspector. Por esto en el momento de la palabra clave del discurso de Birling que gatilla la primera alarma de la consciencia con el llamado del teléfono-(timbre), había un fogonazo blanco efímero (un sencillo golpe de flash), la música de fondo que estaba sonando se detenía y las paredes se empezaban a teñir de diversos colores cálidos y fantasmagóricos. Mientras que más tarde, al sonar el "segundo" ring del teléfono final, el mismo fogonazo de luz blanca sorprendía a los actores en exactamente la misma posición del primero, volvía la música y se esfumaban esos colores cálidos, devolviendo a los personajes a la fría realidad con el sorprendente contenido del llamado y la caída del telón.

 

Al empezar la obra el escenario era discretamente realista, dentro de la medida de nuestras modestas posibilidades económicas. Pero después quedaba en claro que estaba todo organizado alrededor de dos elementos muy simbólicamente definitorios: la mesa, que metonímicamente sugería, desde su parecido a un ataúd, a la chica víctima del sacrificio muerta y cubierta con el paño blanco del mantel, alrededor del cual estaban celebrando estas personas vestidas de negro con la excepción de la otra víctima voluntaria de otro sacrificio (la hija y su unión conyugal). Por otro lado, si la consciencia es luz, en el escenario un foco central mucho más intenso que los demás la representaba y era la aliada del inspector. Así, toda la puesta desde el momento de la llegada de inspector-consciencia se iba a ordenar en el intento de los diversos personajes y de acercarse o de alejarse de esa luz (consciencia) a la que él los empujaba y de esa muerte culposa (la mesa) a través de rodeos, círculos, rectas, triángulos y diversos emplazamientos según diversas figuras geométricas en ese pequeño escenario que realzaban el valor ritual de las situaciones, inspiradas en lo que había leído con detalle sobre las puestas de mi idolatrado Jorge Lavelli. El aspecto cromático del escenario, básicamente en negro con beige y generando con los marrones de la madera y algún bordó un efecto sepia de foto de época, también estaba semiotizado de un modo bastante convencional, dado que los oscuros cuervos de la alta burguesía vestían de negro (los tres hombres con los fracs que muy amablemente nos prestaron los de Suburban Players y Sybil de largo), mientras el inspector tenía impermeable beige, que era también el color de las paredes (la realidad, la naturaleza) y del vestido de su principal aliada, la hija, quien como apunté más arriba, también era una suerte de víctima de esa alianza social que después ella misma desarticularía.

 

 

 

 

Toda estas cosas pueden parecer quizás artificiosas cuando se las narra y la realidad es que la inmensa mayoría del público no se enteraba de nada. Los únicos que estaban en el secreto de toda esta trama oculta de significados que organizaban el escenario y el desarrollo de la obra eran los actores, a quienes deliberadamente les había pedido que no hablaran de ello con nadie. Algunas poquísimas personas se dieron cuenta de esas claves ocultas, de hecho con inmenso entusiasmo cuando el descubrimiento irrumpía. Otras sintieron que la mismo tiempo que se desarrollaba la trama estaba pasando algo no entendían pero que transmitía un significado oculto en las disposiciones espaciales, sonoras e inclusive actorales que hacía doblemente interesante la acción y, sobre todo, más poética y evocativa. Pero que la mayoría no se diera cuenta era justamente mi intención: quería que se transmitiera la convicción del sentido de un modo casi subliminal, como en los juegos arquitectónicos y matemáticos que suelen ordenar la música de J. S. Bach, quien nada casualmente con sus Conciertos Brandenburgueses fue el fondo musical escénico de esta experiencia memorable.

 

 

 

 

Recuerdo con mucho cariño al elenco de esta obra, ya que su preparación, una vez sorteada una primera crisis, fue exclusivamente grata, de esas que dejan para toda la vida una memoria mágica y entrañable. En cuanto a la crisis en cuestión, fue una muy simple que terminó resolviéndose fácilmente: el actor convocado para el papel de Arthur Birling era mi mejor amigo, de hecho hermano de la amiga con la que años después yo haría algunas obras de teatro e inclusive la película en Italia donde terminaron pasando cosas similares. Quizás porque supuso que esa amistad le daba prerrogativas y derechos o más probablemente por cuestiones de carácter que el tiempo se encargaría de acentuar, no parecía dispuesto a aceptar ningún tipo de comentario o directiva de mi parte, cuestionando prácticamente cualquier cosa. Por otro lado, hacía poco había actuado un papel muy grotesco y de carácter en una obra escolar, y aquí se empecinaba en reproducir los mismos tonos y actitudes aunque nadie sintiera que tuviera nada que ver con lo que queríamos hacer y sin admitir ninguna adaptación a la idea general. Ante esta actuación disonante y sus confrontaciones y desplantes, los actores me miraban constantemente de reojo con cara de desesperación y finalmente puse un corte y lo dejé afuera, al igual que de "Canción de Navidad", la otra obra que iba a protagonizar pero que todavía no habíamos empezado a ensayar.

 

Lo reemplacé yo en las dos obras: por más que mi intención en la vida era dirigir y no actuar, de alguna manera las circunstancias me llevaron a tener que asumir estos dos papeles con mucha letra en un caso y mucha demanda actoral en el otro, gracias a Dios con buenos resultados e invitándome luego a pensar como natural la posibilidad de que yo pudiera estar arriba de un escenario. El elenco de "Ha llegado un inspector" lo completaban Pablo en el rol del inspector, Gaby como Sybil, su hermano Alejandro, que había actuado en "El oso", como Eric, Gabriela Giammaría como Sheila, Néstor Somma como Gerald y Marcela Bidegain, que se unió al elenco a último momento, como la criada Edna. Todos estuvieron muy bien y dentro del estilo general buscado, que era el de un naturalismo sentido aunque histriónico, cuando no brillante, en el medio de toda esa concepción cripto-simbólica arriba descripta. Tengo un recuerdo particularmente grato de la actuación de Gaby, porque durante todo el proceso de ensayo, sabedor de su tendencia a bajar, a comprimir y a cerrar, la estuve instando constantemente a quintuplicar la expresión, exagerándola casi al ridículo, y cuando el día del ensayo general hizo su entrada triunfal y empezó su breve monólogo inicial de cara al inspector, casi caigo de rodillas alucinado: en un equilibrio actoral mesuradamente perfecto, la malvada Sybil Birling brillaba espléndida, fatal, deliciosamente execrable, como un ejemplo acabado de los que pasa cuando un actor se permite confiar en que las intuiciones del director son para su mayor beneficio.

 

 

 

 

La obra se estrenó el 4 de noviembre de 1980 en el Teatro de Santa Teresita. Hicimos cuatro funciones con sala llena y yo quedé muy satisfecho con los resultados (hay fotos de aplauso donde todos están como siempre en estos casos sonriendo felices y yo con una cara terriblemente malhumorada, pero es más bien un problema de personalidad: mi famosa cara de aplauso). Así como recuerdo a "Máscaras" con aprecio por ser mi primera puesta y a "Bagatelas" con el dolor con el que se recuerda a un hijo perdido, "Ha llegado un inspector" provoca recuerdos muy positivos, incluido el sentimiento de orgullo por ser mi primera obra ya más larga y donde a ideas de puesta muy definidas e integrales se les asoció una actuación general lograda y con un equipo de trabajo de unas quince personas que convertía la experiencia en algo mucho mayor. El padre Jorge no la vio porque estaba muy ocupado, pero recibió muy buenos comentarios, exceptuando una señora desagradabilísima de la comisión de damas con la que hubo una situación muy incómoda en los ensayos, esta vez no precisamente por mi culpa: de la nada había venido a gritarnos y a agredirnos, diciendo que hacer teatro en la parroquia era como poner un prostíbulo en una casa, que qué opinarían mis padres si yo pusiera un prostíbulo en mi casa, etc. a lo que atiné a decirle que el párroco iba a estar muy interesado en la opinión que ella tenía de las decisiones que él tomaba. Pero más allá de las personas negativas de siempre, la experiencia en el lugar estaba resultando buena, de modo que convenimos en continuar en el lugar para el próximo proyecto.

 

 

CANCION DE NAVIDAD

 

Quizás por mi crianza yanqui, la Navidad ocupaba obsesivamente el centro de mi atención y mis deseos durante cada día del año todos los años de mi vida desde mi más corta edad de un modo extraordinariamente inusual y hasta mi adolescencia, siendo un elemento fundamental estructurante tanto de mi religiosidad como de mi sensibilidad artística. Por eso no es de extrañar que el famosísimo cuento "Canción de Navidad" de Charles Dickens me hubiera atrapado apenas aprendí a leer y que luego me lo supiera prácticamente de memoria en su versión en inglés, habiendo sido también un hito la  visión de la versión fílmica de 1970 que protagonizó el genial Albert Finney. Por eso me pareció adecuado hacer una versión libre muy coral que incluyera por fin a todos los miembros del grupo para representar en la época navideña.

 

Mi intención era intercalar y superponer en el texto tres elementos distintos pero temáticamente relacionados: la historia de Ebenezer Scrooge narrada por Dickens, las escenas bíblicas que rodean al misterio de la natividad y el profuso y rico cancionero que acompaña la Navidad que yo conocía exhaustivamente por las costumbres que traía mi madre y sobre todo por mis estudios de acordeón, cuya práctica incluye casi orgánicamente la larga tradición europea de los villancicos. La obra en su conjunto tendría el aire de las imágenes e ideas que asociamos con el Misterio medieval, antecedente del teatro moderno occidental que se basaba justamente en la dramatización de la epifanía, con su aire popular y abierto (el estreno fue al aire libre). Su estructura también remitía a las cantatas y oratorios sagrados de Bach, y tenía un aire de acto parroquial, con su Pesebre Viviente franciscano y sus canciones, encarado con mucha seriedad, informalidad y una frescura juvenil en donde confluían cierta desprolijidad (debida a la falta de ensayos) y una clara vocación profesional en los resultados. Una especie de antorcha rudimentaria en la vereda convocaba al público como símbolo de esa luz divina alumbrando en la oscuridad y llamando al hombre a la que aludiría el prólogo de la obra con la lectura del inicio del Evangelio de Juan: "En un principio fue la Palabra". Una vez adentro ese público se encontraba con un grupo de quince jóvenes de 5 a 19 años vestidos todos con blue jeans, remeras celestes y zapatillas que con mucha frescura irían representando las dos historias cruzadas y cantando en escena sin ningún tipo de grabación de apoyo las treinta y cinco canciones que articulaban el espectáculo acompañándose con acordeón a piano, guitarras e instrumentos manuales de percusión como cascabeles, triángulos y panderetas, sin más elementos escenográficos que un largo banco de madera y el espacio escénico dividido en dos niveles unidos por gradas, donde el nivel superior era la tarima o escenario propiamente dicho y el otro era el área del piso entre ese escenario y los asientos del público.

 

Cuando me vi forzado a echar tanto de esta obra como de la de Priestley a la persona que iba a hacer el papel protagónico de Ebenezer Scrooge, decidí hacerme cargo yo del rol, de manera que otra persona iba a tener que encargarse del acordeón en escena, alrededor del cual yo había pensado toda la puesta porque tocaba con suma pericia todas las canciones. Poniendo avisos, finalmente encontramos un señor (hoy pienso que seguramente sería un joven a lo sumo cuarentón, pero un adolescente ve a todos como viejos) llamado Carlos Hoic que estudiaba y tocaba el acordeón a piano. Aunque no conocía esas partituras en particular, le gustó mucho el proyecto, de modo que se las di todas y me continué encargando de los ensayos musicales con los actores, que era la parte más compleja del espectáculo, ya que tenían que saberse de memoria todas las notas y letras de las canciones, de las cuales por lo menos dos tenían además polifonía (a dos y tres voces; una a capella). Gaby, que hacía el ángel de la anunciación y no me acuerdo qué más, se enfermó y la tuvieron que hospitalizar una semana antes, de manera que se perdió el estreno.

 

También poco más de una semana antes de esa primera función, el sacerdote dueño del colegio y del Teatro de la Cova, que nunca había sido muy colaborativo con el grupo, me comunicó en un encuentro que tuvimos, que si queríamos llevar el nombre del colegio debíamos entregarle todo tipo de ingreso que supusieran las obras y en forma independiente de los gastos, que debían correr por nuestra cuenta. Como el planteo era claro y sin concesiones y lo vivimos como algo no sólo demasiado incómodo sino, sobre todo, bastante antiestético e injusto, con pesar decidimos cambiar de nombre y así desligar al grupo del pasado histórico al que estaba emocionalmente ligado. Nos reunimos de urgencia el triunvirato con un par más y estuvimos deliberando ad eternum sobre cuál era el mejor nombre. La urgencia radicaba en que nos parecía que ese ya tenía que figurar en programa para ir dándole la bienvenida a las actividades del año siguiente. Finalmente y más por cansancio que por convicción, quedó la propuesta de Pablo "Grupo de Teatro del Lugar Azul", que es el nombre que explica el color del fondo de este texto en este momento y que casualmente coincidió con el color unificado de los atuendos de la mayoría de los actores de la obra navideña.

 

Manejar todas las variables, incluida la de la actuación de los chiquitos, las tardanzas y faltazos y alguna otra cosa que calculé mal no solo fue muy estresante, sino que determinó que llegáramos al estreno en una situación caótica y con la obra no suficientemente ensayada. El ensayo general, que décadas más tarde caí en la cuenta que fue en el aniversario de la primera publicación del cuento original 137 años antes, el 19 de diciembre de 1843, tuvo cosas buenas pero estaba lleno de baches, vacilaciones y errores peligrosísimos que, al igual que en "Bagatelas", sólo se le pueden imputar al director por no haber organizado las cosas con más tiempo y mayores precisiones. Así, el estreno, que tuvo lugar al día siguiente, el 20 de diciembre de 1980 en el patio del colegio donde habíamos estudiado la mayoría de nosotros y cuyo nombre habíamos llevado desde el momento en que se originó el grupo de teatro, fue un fiasco espantoso, una de las situaciones más pesadillescas que viví en toda mi vida, teatral y no teatral: cada momento en que la cosa parecía que no era posible que fuera peor, ocurría algo más ridículo, atroz y lamentable, y así exactamente toda la función, si se puede hablar de "función". Por suerte no había tanta gente, pero igual fue degradante. Entre otras cosas, en mi caso, porque estaban dos o tres de mis hermanos y cuñados y tengo la pésima suerte, por otro lado recurrente, de que las funciones notoriamente peores de cada obra que hice eran justo ésas a las que ellos venían, para mi humillación y bochorno. Según mis compañeros, no es que casualmente vienen a la peor, ¡sino que son yeta! Tardé décadas en darme cuenta del por qué de esto y de obrar en consecuencia.

 

 

 

 

A Dios gracias la última apuesta a las bondades del azar fue mucho más afortunada: ya que era imposible volver a ensayar antes de la noche siguiente, en la que iba a tener lugar la segunda función en el teatro de Santa Teresita donde habíamos hecho "Ha llegado un inspector", iba a considerar la malograda función del colegio como otro ensayo general y la de Santa Teresita como el verdadero estreno. La operación mental y la cuota de realismo que pudiera tener, junto con la buena suerte hicieron lo suyo y la obra funcionó a las mil maravillas, exactamente del modo en que yo la había pensado y diseñado, es decir con la dinámica compacta y homogénea propia de una gran obra de arte, llena de climas mágicos, momentos humorísticos, otros de muchísima emoción y sobre todo una belleza sobrecogedora que nacía al mismo tiempo de una muy cuidada simplicidad. Quizás ayudó el hecho de que había mejor luz y el espacio estaba dramáticamente más concentrado, o también que la sala estaba colmada a reventar y no queríamos repetir el fiasco de la noche anterior que, en gran medida, se había dado por falta de atención y de ensayo, lo que ahora estaba más subsanado. Como sea, todos estuvieron muy bien, Néstor tuvo momentos muy lindos como el sobrino Fred, Pablo se lució con el fantasma de Marley y yo por suerte estuve a la altura de Scrooge, que es mucho decir, dada la variedad de situaciones con las que recorre toda la obra, algunas actoralmente muy extremas y por las cuales fui unánimemente felicitado.

 

 

 

 

Pero lo más emocionante fue el grupo de los actores como conjunto, que transmitían sólidamente esa idea de totalidad y de unidad, tanto desde lo que se veía, ya que siempre estaban en escena, como desde lo que se oía, especialmente en las decenas de canciones. De esta obra, para variar, quedó un registro fotográfico magro y deficiente, pero de la segunda función hay una grabación en cassette que transmite con fuerza los climas y en donde puede apreciarse sobre todo la parte musical, muy fresca y lograda, ya que el texto de los parlamentos no es en general comprensible por lo precario de los medios de grabación. Por supuesto que el nuevo acordeonista no podía en tan poco tiempo de preparación darle el pathos que le hubieran permitido años de contacto con el material, pero estuvo muy bien, muy profesional, y de hecho incluyó a su lado a su hijo de once años que se sabía todas las canciones y era muy afinado y con una buena voz, lo que sumaba más juventud todavía al conjunto. Cuando para Navidad le llevamos de sorpresa a su casa una caja de champagnes más bien se dolió, porque había disfrutado la experiencia grupal y no quería sentirse tratado como alguien de afuera a quien se le agradece. Es el problema de la juventud, hasta cuando las intenciones son buenas se suele meter la pata por considerar una momia al resto de la humanidad. Como sea, varios años después de publicar por primera vez esa sección de la página con este texto, pude por fin digitalizar el audio y acompañarlo de algunas imágenes, en un video que es más testimonial que un espectáculo u obra propiamente dichos, pero que algo transmite de lo que fue esta bella experiencia, y se lo puede acceder AQUI.

 

 

 

 

Participando como actores o en algún otro rol estuvieron casi todas las personas que habían estado en los dos espectáculos anteriores más un par recientemente incorporado. Éramos de verdad unos cuantos y en tres meses y medio habíamos estrenado nada menos que cinco obras y con resultados mayoritariamente positivos. En el programita de "Canción de Navidad" ya estábamos anunciando para abril o mayo nuestro próximo espectáculo, que iba a consistir en un nuevo tríptico o tríada teatral pero ahora en el Santa Teresita, compuesto nuevamente de "Máscaras", dirigida ahora por Pablo, el clásico monólogo "La voz humana" de Jean Cocteau con Gaby dirigida por mí y nuevamente "El oso" de Chejov con el mismo elenco dirigido por Gaby. La obra "Muerte a la inglesa" que iba a escribir Pablo finalmente quedó en el olvido y se siguió pensando mientras en la futura gran obra del Grupo para el año entrante.

 

 

LA VOZ HUMANA

 

A fines de 1979, cuando empecé a leer cientos de obras de teatro para elegir las adecuadas para el grupo, topé con "La voz humana" de Cocteau. En rigor la conocía desde antes por la ópera de Poulenc que ya había escuchado por radio y grabado hacía tiempo. Pero el primer contacto con el texto no fue leyéndolo, sino por la legendaria y maravillosa versión grabada en inglés por Ingrid Bergman, de la cual escuché un fragmento en el programa de culto de música clásica "La luz y la memoria" de Rodolfo Cemino que yo venía siguiendo religiosamente los viernes a la noche desde hacía años. El impacto emocional fue demoledor, pese a lo breve del fragmento, y me predispuso positivamente en la lectura de la obra, a la que dejé como opción en el caso de querer abordar un monólogo. La estructura tripartita que barajábamos para el primer espectáculo del año propiciaba un monólogo, tal como habíamos hecho con "Después del desayuno", de modo que decidí hacerla y con Gaby desde luego como actriz.

 

Muchísimos años después me sigo preguntando qué diablos tenía en la cabeza, aparte de ingenuidad y soberbia: en abril me enrolaba en el servicio militar obligatorio (me terminaron llamando el día 6 de ese mes) y el estreno estaba planeado para el 23 de mayo. Yo confiaba en que podía ensayar un poco antes de ser alistado y dejar directivas de puesta tanto actorales como escenográficas para que se pudiera seguir trabajando hasta mi regreso, que yo imaginaba en tres semanas o un mes, dando así tiempo para todos los ajustes finales del espectáculo. La estructura no sólo era peligrosa por cómo jugaba con los tiempos, sino que también muy poco realista. Por otro lado, otro problema nada menor era que el estilo actoral de la obra no iba por los caminos más fáciles de la expresividad de Gaby, y para hacerla adecuadamente debía tener al director a su lado confiando y guiándola.

 

Pero fuera de un tramo inicial antes de ser reclutado, el director no estuvo al lado ni por asomo: la instrucción militar en la Base Aeronaval de Punta Indio, a donde había sido secuestrado, fue un martirio físico y emocional que duró dos largos meses enteros durante los cuales jamás tuve la posibilidad de salir a ver a los míos. Podría relatar anécdotas psicodélicas de lo que tuve que hacer con mis supuestos conocimientos de dirección teatral y musical con los suboficiales y los conscriptos, pero no guarda relación con el asunto. En los dos meses hubo dos días de visita, en uno vinieron mis padres y en el otro Pablo, Gaby y Alejandro. Su presencia fue bienvenida y emotiva, pero no daba para hablar de teatro. Sobre todo porque en unos pocos días estrenaban y por supuesto yo no iba a estar.

 

 

 

 

Yo llegué a ver la última función al día siguiente de que me devolvieran a Buenos Aires y ya estuviera en mi nuevo destino, la cocina del Estado Mayor Conjunto (después lograría que mi padre gestionase el pase a Sanidad Naval, en el Edificio Libertad, donde me sorprendió la guerra). Gaby había mantenido casi todas las indicaciones escénicas que le había dado cuando trabajamos juntos antes de irme, pero éstas, sin el seguimiento de la misma persona que las había concebido, eran poco menos que nada. También habían respetado y materializado la escenografía que yo había diseñado, que consistía en un simple ángulo de dos paredes de tul o voile blanco simbolizando la prisión de la mente en la que se halla aislado el personaje (la idea estaba inspirada en la controversial "Madama Butterfly" de Lavelli, de la que Yusem y Galán tomaron la misma idea en su mítica "Boda Blanca", pero con más desparpajo), así como ropa y muebles color crema y pastel con una iluminación cálida y el único recurso de audio del timbre del teléfono. Lo que se veía no era desagradable y lo que se oía tampoco, pero era cansador, mortalmente aburrido. Desde luego que fue responsabilidad mía y nunca lo negué, y si bien puede que me equivoque, estoy convencido de que de haber podido hacer yo un proceso de acompañamiento más normal, la actuación de Gaby hubiera subido muchos puntos y esa parte del espectáculo hubiera sido una unidad dramática mucho más que respetable.

 

Por otro lado, antes del monólogo estaba la versión de "Máscaras" que dirigió Pablo siguiendo algunos de los lineamientos de mi puesta anterior pero agregándole un recurso expresivo que podía ser teatral durante medio minuto pero que, llevado adelante toda la obra, la convirtió en un plomo agobiante completamente carente de interés (proeza difícil en el caso de "Máscaras"), de manera que en lo que a mi situación en el teatro como espectador refiere, fueron los veinte minutos más largos e insoportables de toda mi vida. No creo que la gente después de eso pudiera estar bien predispuesta no sólo con el monólogo de Gaby sino con nada. Por suerte el espectáculo concluía nuevamente bien porque cerraba con "El oso", que Gaby volvió a conducir con mano experta, pero al no haber aquí la cámara de resonancia que implicaba la gran sala llena en la función del Teatro de la Cova, parecía que faltaba retorno y no se lucía tanto.

 

Estaba en claro que en teatro no era mucho lo que yo podía hacer en ese momento porque, al menos en el primer destino a donde había sido asignado, era totalmente esclavo y estaba destruido, de hecho se materializó la clásica tradición de que en la cocina circula demasiado el vino y me ví rodeado de alcohólicos con los que me fue imposible no mimetizarme. Yo seguía pensando proyectos para el futuro mientras el grupo preparaba una versión de "La barca sin pescador" de Alejandro Casona con la dirección y actuación de Gaby, Silvia, Alejandro, Pablo y algunos más. Colaboré con el diseño de iluminación y componiendo y grabando con Gaby la alegre canción con la que se asesina al protagonista ausente. Con la luz fui criticado por un par de soluciones extremas que, aunque poco convencionales, yo sentí que eran teatrales: una era la escena del diablo con el globo terráqueo, que era una lámpara esférica y terminaba siendo la única iluminación en el momento del asesinato, de modo que era todo una especie de gran mancha oscura puntuada por ese globo incandescente; y la otra, los minutos finales, en que la única luz provenía de una potente lámpara roja dentro del hogar que dibujaba la silueta de los dos enamorados. Nada del otro mundo. Por otro lado la obra, que se representó durante el mes de diciembre, salió actoralmente sólida, sentida y con un tipo de lenguaje expresivo que claramente gustaba tanto a los actores como a buena parte del público, que lo dejó en claro.

 

 

 

 

A lo largo del año y de los primeros meses del año siguiente yo seguía barajando nuevas propuestas posibles para el grupo. Por suerte en mi nuevo destino en Sanidad Naval estaba más libre para pensar y escribir, sobre todo cuando pasé a ser el asistente personal del director. Preparé una versión de "Esquina peligrosa" de Priestley adaptada a un country snob argentino para hacer en forma de teatro leído, pero más adelante me entusiasmé mas y más con "La nona" de Roberto Cossa, que imaginaba con un reparto ideal: Pablo Carmelo, Gaby la esposa, Silvia la hija, Marcela la tía, Néstor el hermano, Alejandro Don Francisco y yo como la nona. Y en marzo de 1982 empezamos a ensayar, nomás.

 

Previamente, los últimos días de enero, en un momento en que estaba intentando superar absurdas angustias desgarradoras por cuestiones vinculares, tomé la súbita decisión de estudiar teatro, de hecho por primera vez en mi vida, ya que las lecturas intensivas previas sólo contaban a un nivel muy teórico, poco aplicable a la dirección actoral. El 29 de enero empecé a estudiar con Federico Herrero en San Telmo, a quien elegí por las obras que había visto las semanas previas en su Teatro Escuela. Ese día conocí a varias personas con las que haría teatro los años siguientes, inclusive mi futura esposa. Pero los primeros meses para mí era sólo un grupo de estudio, no todavía uno de pertenencia y menos todavía de producción de espectáculos.

 

Los ensayos de "La nona" empezaron bien, pero la guerra de Malvinas complicó todo al punto de arruinarlo: al novio de Silvia lo mandaron a las islas, alguien más que no puedo recordar (creo que Marcela) tuvo una situación similar y en mi caso me encontré con que estaba constantemente de guardia en el Edificio Libertad y sin poder por lo tanto ocuparme de los ensayos. Para cuando terminó la guerra y estábamos ya todos sanos y sanos en Buenos Aires, el interés por la obra se había diluido lo suficiente como para necesitar pensar en otra en su reemplazo, que resultó siendo "El edificio" de Arturo Serantes Peña porque tenía menos personajes, considerando que algunos habían desertado del grupo. Néstor y Silvia actuaban la pareja protagónica, algo ensayamos, pero no había entusiasmo ni convicción y todo siguió diluyéndose. En agosto yo estrené mi primera obra con los compañeros de Teatro Escuela y me sentía muy involucrado y partícipe de ese nuevo proyecto, mientras que en el anterior todos mostraban más bien apatía y dispersión, que se acentuó cuando Pablo empezó a estudiar con Alejandra Boero, que había hecho décadas antes obras con sus padres. Así llegó a su conclusión el Grupo de Teatro del Lugar Azul, donde pasé tan buenos momentos y que me deparó tantas satisfacciones. Ahora estaba en un nuevo espacio que, como sugiere el nombre de "Escuela", era más asumidamente formativo y con el que me encontré de hecho con mucho más público y nuevos horizontes, comenzando por el hecho de que no tenía ni sede en mi barrio natal ni tampoco su gente.

 

 

 

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ANTES DE LOS 17