LA ASTROLOGIA DE BABEL Y EL FUTURO


(Conferencia dictada por Jerónimo Jerry Brignone en Buenos Aires, en el Bauen Suite Hotel el 26 de agosto de 2006 y publicada en marzo de 2009 en el número 21 de la revista Medium Coeli)

 

 

 

Dado el espíritu de la Jornada, sintetizado en el enunciado de Estableciendo puentes de intercambio, he evitado elegir un tema técnico en mi exposición, prefiriendo tomar la noción de los puentes y el intercambio como metáforas para reflexionar sobre el estado de cosas de este particular momento de la Astrología local y mundial.

Es indudable que la Astrología está conociendo hoy una difusión de una magnitud sin precedentes históricos. Este crecimiento, asociado por el astrólogo argentino Eugenio Carutti en un reportaje de 2003 con una “fase geminiana”, se ha dado sobre todo gracias a los medios masivos de comunicación y a la facilitación de circulación de información a través de la red virtual informática que caracteriza nuestro presente, así como por un fortalecimiento de las instituciones que nuclean a sus practicantes.

Probablemente todos estemos de acuerdo en que una de las formas posibles de concebir a la Astrología es la de un “lenguaje simbólico”. Inclusive dejando de lado sus posibilidades científicas (en el sentido más rigurosamente neopositivista de la palabra) y su práctica concreta cotidiana humanística, orientativa y terapéutica, es un hecho que la expresamos a través de un lenguaje básica y constitutivamente simbólico, henchido de las connotaciones más trascendentes propias del símbolo en sí. Y también es un hecho que hoy, más que nunca, nos encontramos con una proliferación y coexistencia de “muchas astrologías”, muchos lenguajes y voces, una verdadera Babel.

Oswald Wirth, en su excelente libro El simbolismo astrológico (1973), asoció a Géminis con el proceso natural de la floración en el hemisferio norte, acorde al ascenso del Sol y el crecimiento desmedido del adolescente larguirucho, tal como en el mito de la Torre de Babel (pag. 64), característico de la “inteligencia arquitectural” (pag. 115) que luego se plasmará en Cáncer mediante el descenso solar, el arraigo y la creación del fruto, equiparable a las lenguas nacionales como vehículos del concepto de identidad y patria, característicos de la fase que simboliza este signo. A las alturas de la Torre endeblemente construida les responde la ira de Dios, el Zeus-Júpiter (Theós) regente de Sagitario, opuesto complementario de Géminis, con su rayo destructor, icónicamente dramatizado en el arcano XVI del Tarot.

Dane Rudhyar, en Zodíaco, el latido de la Vida (1970), también asocia a Géminis con el lenguaje, la noción de particularización versus la de generalización sagitariana, el nacimiento de la posibilidad de las dicotomías (“bueno/malo”) surgidas del tránsito por las dos primeras instancias zodiacales (Aries-Tauro), y la palabra del poeta (poiesis, “hacer”), opuesta a las abstracciones filosóficas unificadoras de Sagitario. La Inquisición y el puritanismo, característicamente asociados con este último signo, velan así, como preludio de la Navidad, por Aquello que nacerá.

Babel... La palabra evoca inevitables imágenes y asociaciones contrastantes. Por supuesto, la Babilonia histórica a la cual refiere el mito bíblico. Y Babilonia se asocia en forma ineludible al nacimiento mismo de nuestra Astrología euroasiática. Pero también Babilonia es nada menos que la actual Irak, foco físico y simbólico de un conflicto geopolítico y cultural contemporáneo terriblemente significativo para todos nosotros. Y a quien piensa en Babilonia, quizás también le venga en un momento asociada la idea de “La Prostituta de Babilonia”. O la resonancia de las consonantes de la palabra griega biblos, que por supuesto quiere decir “libro”, el agente principal por el que se perpetró y difundió nuestra ciencia y del cual pregonan algunos su próxima desaparición. Pero “el” libro de Occidente fue durante siglos La Biblia, “los libros (sagrados)”, en donde aparece dramatizada la destrucción de la Torre de Babel como símbolo de la confusio linguarum (la confusión de las lenguas), en el capítulo 11 de su Génesis

Destrucción de Torres... Las Torres Gemelas (Géminis) del infausto 11 de septiembre, aparentemente abatidas por representantes de una cultura también tradicionalmente asociada a Sagitario: el Islam, otra cultura “del Libro”, en este caso, el Corán. También los Ziggurats, que con tanta emoción visitara Gaucquelin, genuinos símbolos del nacimiento del saber astrológico y científico de Occidente desde una base sagrada (Babel proviene de Bab-ilu, “pórtico del Dios -Marduk-”), previamente destruidos en la Guerra del Golfo de 1990 por los misiles norteamericanos provenientes de una civilización también asociada por Rudhyar con Sagitario. Asimismo, el régimen talibán aniquilando recientemente las estatuas preislámicas de Bamiyán, en Afganistán, otro patrimonio de la humanidad, por el mero hecho de representar la figura humana, en este caso la del Buda Gautama. Demasiadas Torres que caen, demasiada evocación de la trágica y emblemática quema de la Biblioteca de Alejandría, en la cual se perdieron tantos conocimientos y bienes futuros para el ser humano. Evidentemente, el tránsito de Plutón por Sagitario todavía tiene mucho para decirnos, preparándonos para su entrada en Capricornio.

Y para enseñarnos. Surgen preguntas necesarias, formuladas o no en forma consciente: ¿Estamos en Babel? ¿Babel es necesariamente “mala”, tal como la catástrofe bíblica pareciera indicar? ¿Lo peor del relativismo y superficialidad geminianos tiene que por fuerza generar lo peor de la intolerancia y absolutismo sagitarianos? Quizás, como apunta la Dra. Claudia Mársico en un seminario sugestivamente titulado La verdad frágil que se dicta actualmente en la Universidad de Buenos Aires, “la ausencia de parámetros, la carencia de un dogma aglutinante, la multiplicación de opciones dispares, aunada a la falta de criterios indubitables no son privativos de la actualidad”, señalando cómo son parte constitutiva del pensamiento griego en el que se basa fuertemente nuestra cultura, incluido el mismo Platón, contrario al relativismo de los sofistas, pero sin diferenciárseles tampoco demasiado en sus contradictorios escritos.

El reconocido semiólogo Umberto Eco, en un libro delicioso llamado La búsqueda de la lengua perfecta (1993) y que recorre, en pleno proceso de fortalecimiento de la Unión Europea, los numerosos y complejos intentos de esa cultura en la búsqueda de restituir la supuesta perfección de la lengua Adánica, pre-babélica, intenta dar algunas respuestas a estas preguntas.

En cierto modo, señala Eco, el mito de la Torre de Babel comienza a tomar fuerza simbólica en Europa en el siglo XI, cuando ya están diferenciadas las actuales lenguas vulgares y se vivencia la “pérdida” del latín por el influjo de los “bárbaros” y su evolución natural en cada zona de lo que fue el imperio. Es entonces que comienzan las representaciones visuales catastróficas, que hacen su eclosión en el siglo XVI en una conocida proliferación de dramáticas imágenes (piénsese, por ejemplo, en Brueghel). Se sueña con restituir la lengua Adánica, que se concebía que por supuesto debía ser el hebreo. Este anhelo y búsqueda de la protolengua originaria tiene correlatos tan sugestivos como productivos en el mundo astrológico del siglo XX con las búsquedas (y hallazgos) arqueológico-científicos de Cyril Fagan, las filológico-científicas del Proyecto Hindsight encabezado por Robert Schmidt y Robert Hand, y las filosófico-conceptuales con base pitagórica en John Addey y neoplatónica en Rudhyar y la Astrología Humanística en general.

Dante, en su De vulgari eloquentia (1303-1305), señala que la variedad babélica de la lengua originaria se dio por diferenciación natural de la protolengua, noción todavía no habitual en el pensamiento occidental y equiparable a las “ramas” astrológicas, nacidas también naturalmente por la especialización surgida de la gradual “división del trabajo”, en términos marxistas -y sin olvidar la alienación concomitante que dicha teoría señala- (más tarde, en pleno auge de la fascinación por los progresos de la arquitectura barroca, un pensador como Richard Simon propone que las diferencias surgieron entre los constructores de Babel porque “cada uno nombra los instrumentos a su manera”; podríamos pensar en las diversas “técnicas” astrológicas, que también tuvieron un glorioso apogeo en el mismo siglo XVII de Simon). Y si bien en su Divina Comedia los diablos hablan la lengua de la confusión, no parece presentarlo como una tragedia, pero sí un problema que debe ser subsanado para lograr la unidad civil: propone el toscano florentino para la unidad italiana, así como el castellano que hablamos los hispanoparlantes proviene de Castilla, etc.

El filósofo Georg F. W. Hegel, en el libro III de su Estética, tampoco ve el mito de la Torre de Babel como un fracaso, sino como el germen simbólico de la constitución de los estados nacionales (recordemos cuándo escribe su obra y para quién): La Torre es en cierto modo el nacimiento de la Sociedad, de la colaboración compleja pero productiva de los hombres en el encuentro para una obra en común. Los románticos, en esa misma veta, exaltan el valor de la lengua particular nacional de un pueblo: “cada una de las lenguas expresa el genio de un grupo étnico y se mantiene como vehículo de una tradición milenaria” (Charles Nodier). Dentro del biologismo típico del siglo XIX, se percibe en el cambio de las lenguas no una debilidad, sino una fuerza, aquella de los organismos vivos en continua evolución. Continúa así Nodier con esta celebración de lo particular: “las lenguas naturales son perfectas precisamente en cuanto a que son plurales, porque la verdad es múltiple, y la mentira consiste en considerarla única y definitiva.”

El filósofo francés contemporáneo Jacques Derrida refrenda esta visión: “La torre de Babel es una exhibición de lo inacabado, de la imposibilidad de completar, de totalizar, de saturar, de concluir algo que sea del orden de la edificación, de la construcción arquitectónica” (Invenciones del Otro, 1980).

Ya dentro del marco estrictamente astrológico, es particularmente pertinente al respecto la sugerencia que hiciera en noviembre de 1994 Charles Harvey, figura notable por sus aportes a la organización de la comunidad astrológica internacional, respecto de cuán descentrados estamos los astrólogos modernos al ceñirnos a tal o cual visión de las tantas posibles (y en muchos casos creíbles) que se ofrecen al practicante contemporáneo. Aludiendo a la cruz de los cuatro elementos y a sus diversas combinaciones, señala cuán deseable que pudiéramos, sea cual sea nuestra tendencia natural o perspectiva favorita, intentar incluir en nuestra mirada lo mejor de los tantos aspectos plurales de la Astrología moderna.

A tal efecto, podemos citar a las teorías de las Simetrías (los Puntos Medios de Ebertin y el renacimiento de los partes arábigos), los Ciclos (Rudhyar, Addey y, desde una perspectiva colectiva, Barbault), las Armónicas (con su base pitagórica y neoplatónica), el rescate de la Tradición histórica (el siderealismo de Fagan y Bradley, el proyecto Hindsight, la obra de Demetrio Santos y sus continuadores en la Escuela de Traductores de Sirventa, así como la vuelta contemporánea a la visión de Morin de Villefrance), el cual ha permitido percibir los valores del enfoque Dracónico y de la Astrología Védica e Hindú en general. Asimismo, los aportes de la Psicología profunda (sobre todo en Jung, Rudhyar, Liz Greene, Sasportas y Idemon), del estudio serio de la Mitología, del aspecto adivinatorio de la Astrología, la rama Horaria, con todas sus consecuencias epistemológicas (particularmente desde el seno de The Little Company of Astrologers), la consultoría terapéutica (incluido el Astrodrama, de tan reciente data pero internacionalmente tan productivo), la Astrología Mundana (con el concepto inherente de “redes simbólicas” que trascienden al individuo, tal como en los señalamientos de Ellwel y el original trabajo de Lewis y su Astrocartografía), sin olvidar al acicate críticamente productivo de los persistentes neopositivistas (tales como Geoffrey Dean y el antecedente de las míticas estadísticas de Gaucquelin).

Personalmente, he tenido la suerte de transitar intensivamente todos los caminos arriba mencionados, y puedo dar fe del inmenso valor de cada uno y, sobre todo, de su integración en el mismo practicante. Por supuesto, como dice Eco, no podemos aspirar a un poliglotismo total, que sería imposible (y cita como metáfora a Funes el memorioso, de Borges), pero “sí a una comunidad de personas que puedan captar el espíritu, el perfume, la atmósfera de un habla distinta. Comunidad de personas que puedan hablar cada uno su propia lengua, y entendiendo la del otro, aunque sea con dificultades, entenderían el genio, el universo cultural que cada uno expresa cuando habla la lengua de sus antepasados y de su propia tradición”.

Esta apuesta a la valoración de la diversidad, pareja a la evolución más reciente de la antropología, es quizás un indicio del camino que podríamos transitar para evitar que no sigan cayendo trágicamente Torres, con tantas pérdidas tan dolorosas: los pensadores, aislados en sus Torres de Cristal, pueden caer como gigantes con pies de barro, y si queremos evitar el vértigo de la Torre de Pisa, la vía más lógica es la del diálogo, los puentes afectivos y conceptuales, y, en suma, el intercambio. El proceso deseable del diálogo creativo de mythos y logos, de los dos hemisferios cerebrales, de los arquetipos instanciados en particulares propios de la práctica humanística (nada ajenos a la ciencia, si recordamos el método de Galileo) en amable intercambio con la estadística cuantificable neopositivista, se erige entonces como un símbolo de todos los otros diálogos posibles entre los distintos lenguajes astrológicos. No necesariamente el debate (siempre estimulante y enriquecedor), sino al menos el encuentro, la escucha y la expresión de la propia verdad, por más modesta, presuntuosa o agresiva que pudiera sonar.

La escucha real y activa es el escenario privilegiado del encuentro entre el Yo y el Tú pregonado por el filósofo Martín Buber, contrapuesto a la habitual tendencia de un Yo que toma al Otro por un objeto en un mundo de objetos, tornándose así también en objeto (otro escenario privilegiado y asociado a ese encuentro, dicho sea de paso, es el del acto interpretativo genuino -incluido el astrológico-, la plegaria y la creación en general, sobre todo artística). Pero como señala Gastón Bachelard, cuando el otro habla y soy pura escucha, “él es ligeramente irracional”, y cuando yo hablo y el otro escucha, “el espíritu se manifiesta, y yo soy ligeramente racional”. Sin desatender la sutil ironía del epistemólogo francés, hay casos habituales mucho más extremos: el de la dificultad de hablarle al que no quiere escuchar, y el de hacerse escuchar cuando el otro habla demasiado fuerte. En suma, el inevitable problema moral y práctico de la convivencia y la otredad.

La actual difusión masiva de la Astrología corre pareja con una banalización de sus contenidos que, para la mayor parte de sus practicantes con años de experiencia, tiene todo el color de la verdadera desvirtuación (“La Prostituta...”). El falseamiento de su práctica para atender a la demagogia comercial, la presentación de la Astrología como un mero entretenimiento y la impostura de evidentes (aunque no siempre tanto para el lego) impostores, resaltan un personalismo sin medida ni capacitación que lo sustente que parece terriblemente seductor para quienes ansían poder, pues qué duda que los medios lo tienen, así como sus voceros y agentes. Este facilismo también aparece promovido por la presencia de la computadora e Internet (no más necesidad de tediosos cálculos, pero tampoco criterio para saber si están bien hechos los provistos por el click de mouse), cuya virtualidad y semi-anonimato también fomentan la propagación de la impostura y de la mentira, sumiendo las certezas de quién es quién y qué es qué en un verdadero caos, más allá de ser, por supuesto, un real y eficaz canal novedoso de expresión e intercambio.

Por otro lado, dada la difusión masiva ya mencionada, conviene recordar algo tan evidente como que toda difusión acarrea la hegemonía de la ideología del difusor: bien lo supieron los conquistados por Alejandro Magno que gozaron, para bien y para mal, de las consecuencias de la visión helenística. Pero quizás somos menos conscientes de ello cuando damos por sentada y natural la concepción Humanística, que transmite, veladamente hegemónica, la visión teosófica, en cuyo seno renació en el siglo XIX la Astrología para Occidente. Y ni hablar de los medios masivos, que con su -digámoslo claramente- pseudoastrología, difunden los valores del medio mismo y los intereses de aquellos a quienes sirven, claramente políticos, comerciales y probablemente no tendientes al real bienestar de sus receptores: no necesitamos a Noam Chomsky para recordárnoslo, de tan evidente que es, pero es lógico que sean pocos los que tienen el espacio para denunciar en los mismos medios el conjunto de mentiras, ocultamientos, falseamientos y manipulaciones que los constituyen y a los que se llama “información”, mientras realmente es clara “formación de opinión”.

Como lo señalaron Chomsky, Baudrillard, Bauman y tantos otros reconocidos pensadores de las últimas décadas, la mentira de la virtualidad y la instantaneidad (el zapping y el click de mouse) promueven la ilusión y la persecución del éxito fácil y el no esfuerzo (el programa “Gran Hermano” como modelo social), con la consecuente caída en la sustancia, calidad y honestidad de lo que aparece a la vista. Recordemos que es la misma televisión y la radio quienes ayudaron a estandartizar definitivamente las lenguas nacionales, poniendo en real situación de extinción las variantes dialectales locales, con todo su genio vital. El biologismo decimonónico antes señalado pareciera expresarse ahora en un cínico darwinismo tecnocrático: la supervivencia como especie del más fuerte, la voz de quien habla más fuerte, o de aquellos que ocupan más espacios.

La posibilidad del eclecticismo bien entendido -y pese a los riesgos de relativismo ya señalados, hoy más que nunca presentes por todo lo antedicho- de una Astrología “culta” (en el mejor sentido de la palabra) que dé cuenta de la extraordinaria riqueza de este saber complejo, sea en términos teóricos, como prácticos, técnicos y epistemológicos, se hace cada vez más vulnerable al avance de la idea de pensamiento único. La norteamericanización del mundo, eufemística y engañosamente llamada globalización, sean cuales sean los valores positivos de esa cultura, entraña la posible pérdida de las diferencias y particularidades positivas que históricamente se han acumulado y todavía coexisten en el seno de la Astrología. Y no es que se proponga aquí como respuesta construir un “cuerpo astrológico” con retazos de saberes cadavéricos pasados, la metáfora de Frankenstein que trae a cuento el teórico francés de la educación Philippe Meirieur, pero tampoco de borrar con un click de mouse el pasado y jugar a la creación luciférica ex nihlo (un deporte bastante habitual en las últimas décadas de nuestra Astrología), sino de sensibilizarnos a las voces que nos rodean, de modo que escuchemos profunda y sutilmente dónde nuestro corazón percibe verdad y dónde no, dónde buenas intenciones y dónde no, qué pareciera merecer ser probado y qué no, a fin de apoyar y promover lo que uno considere valioso, y señalar y no fomentar lo que considera perjudicial para el futuro astrólogo, que en cierto modo debiera ser nuestro objetivo. Es un tema tanto práctico como ético, y la mala fe tantas veces denunciada por Jean Paul Sartre está a la vuelta de la esquina en la comunidad astrológica, como bien lo señalara Geoffrey Dean en la introducción de su monumental Recent Advances in Natal Astrology.

La Astrología Humanística ha aportado innegables tesoros a nuestra concepción actual de este saber, tanto por su énfasis en el autonocimiento, como por la recuperación de un marco trascendente para el individuo y cierta sensibilización a su influenciabilidad y al posible margen de libre albedrío que no debemos descuidar. Pero debemos estar también alertas a los presupuestos ontológicos y morales del marco ideológico teosófico: percibirlos, rastrear su complicadísima (y sospechosa) historia, y poder decidir si estamos dispuestos a tomar esa creencia como tal, percibiéndola primero justamente como tal, y de ninguna manera como la única manera de enfocar y encuadrar la Astrología, con todo lo maravilloso que pueda parecernos. Por otro lado, merece ser tenido en cuenta que fue este enfoque el mayor cómplice en las últimas décadas de una producción bibliográfica desmedida que a todas luces obedece exclusivamente a fines comerciales de los editores en desmedro del saber de sus lectores, y no a un a búsqueda sincera de la verdad.

Ese marco tiene también la característica de poner el énfasis en cierta espiritualidad que es más que deseable como una opción que expresa una dimensión fundamental e intrínseca al ser humano. Pero muchas veces se convierte en una (velada) religión pseudocientífica que reemplaza el antiguo determinismo astral mecanicista por un cierto determinismo espiritual, en donde la palabra del astrólogo vuelve a otorgarle poder sobre el otro. Es frecuente (y nada ajeno a la historia de las religiones organizadas) que cuanto más “espiritual” se postula una corriente, más se ve su trayectoria marcada por delitos intelectuales (tales como el plagio) y otros escándalos jurídicos. Por otro lado, la supuesta psicología profunda de algunos textos de esta corriente, además de ser un mar de vaguedades que le caben a cualquier ser humano, generalmente se complacen en todo tipo de afirmaciones no demostrables (“no falsables”, para usar un término del epistemólogo Karl Popper) que, si el sujeto no adhiere, es porque todavía no se conoce a sí mismo lo suficiente, etc. etc., poniendo al astrólogo en una situación de impunidad total, con las consecuencias morales que esto suele traer aparejadas. Todo lo dicho es particularmente pertinente cuando se entra en el campo inverificable del karma y el reencarnacionismo, conceptos trasplantados de otra cultura a una mirada puritano-conductista cargada de culpa judeocristiana, especialmente buscada por quien necesita que se le diga qué debe hacer en su vida y dejar en el otro la responsabilidad moral de sus elecciones, tendencia especialmente fomentada por la tendencia conductista a prescribir en vez de describir, propia de mucha literatura astrológica.

Las posturas cientificistas “opuestas” también tiene sus costados más que problemáticos, más allá del valor innegable de sus aportes para un enfoque más serio y científico de nuestro saber (creo evidente que en estos párrafos estoy señalando específicamente aquellos aspectos más complejos por oscuros). Cuando se posiciona en una perspectiva descalificatoria a partir de pruritos estadísticos, aislación de variables, petición del principio de discrecionalidad, etc., está desatendiendo una serie de aspectos evidentes e históricamente inherentes a la Astrología, amén de imponer, una vez más, una cosmovisión particular que uno no tiene por qué necesariamente compartir, pero que hoy es, casi naturalmente, la “religión oficial”. Y cuando se ubica en una postura determinista, muchas veces es tan pseudo como la religiosa arriba mencionada: suele haber impunidad discursiva, ninguna muestra de la veracidad de sus dichos mediante casuística convincentemente expuesta y un manejo tan psicopático del futuro del prójimo como aquél del pasado en algunos astrólogos supuestamente kármicos. El ruido mentiroso, aquí de conjuntos de números (muchas veces manipulados) para dar sensación de exactitud matemática y contundencia científica, también está a la orden del día.

Sea de un modo u otro, muchas voces que se escuchan en nuestra cacofónica Babel de hoy, si uno escucha y observa con detenimiento, buscan deliberadamente el ofuscamiento del entendimiento ajeno para lograr sus propios propósitos (generalmente bastante mezquinos), práctica bastante desagradable y contraria a la búsqueda de la verdad que motiva a la mayoría de la gente a acercarse a la Astrología. Cuando abrazan, con grados mayores o menores de autoconsciencia de lo que están haciendo, los peores aspectos de tales o cuales perspectivas astrológicas arriba apuntadas, reconocen una cierta insustancialidad de su propio saber, que, cuando no hay cinismo a secas, se traduce en una gran inseguridad que genera reactivamente una gran soberbia. Contracara “profunda” de la superficial Astrología mediática y que la espeja en una imagen invertida, aunque igualmente falsa, con todas las consecuencias de esa clonación.

El crecimiento institucional de la Astrología de las últimas décadas, no solo inevitable, sino deseable, no puede eludir el contener en su seno todos estos problemas planteados. Por otro lado, el crecimiento en cantidad, en la medida que no va acompañado por un crecimiento en calidad de contenidos, promueve la mera habilitación de espacios de poder para que, en la lucha por su creación, ocupación y sostenimiento, se puedan manifestar los peores aspectos de dichos problemas.

Aunque por supuesto, no solo los peores aspectos, sino también los mejores: la difusión de la Astrología y el intercambio entre sus practicantes y simpatizantes es un hecho, y como tal, tenemos la gran responsabilidad moral de resguardar sus mejores posibilidades, y justamente el encuentro, el diálogo y la escucha sean quizás su mejor garantía. Ese es el Futuro al que quiere aludir el título de esta presentación. Un futuro al cual se llegará transitando un camino lleno de peligros y de bendiciones, y donde, si somos cautos y valientes, las distintas voces podrán oírse y verse como las múltiples facetas de una misma verdad, una posible construcción común, como una Babel al revés. Quizás el enfoque psicológico y el predictivo sean solo dos caras de una misma moneda, y parte del error fue, como bien lo señalara Jung, establecer una división tan tajante entre el adentro (psicológico-espiritual) y el afuera (material mensurable y predecible). Y si de futuro se trata, un probable camino posible sea la humilde revalorización de las connotaciones predictivas intrínsecas a los orígenes de la Astrología y a tantos siglos de práctica. Desde aquellos antecesores nuestros que, de lo alto de las Torres de Babilonia, buscaban la verdad del futuro, tanto a partir de pruritos y funciones religiosas como científicas, pero siempre para el bien de la comunidad, hasta los astrólogos que nos encontramos hoy en el entramado de la compleja red social contemporánea, con todas sus complicaciones, sutilezas e incertidumbres.

Cuando se critica a las religiones del Libro y se considera por ello un error aquel de concebir a la Astrología como un lenguaje sagrado inscripto en un texto que pide ser decodificado, se desatiende la creatividad del Verbo, simbolizada por el Fiat Lux, la producción de realidad en la perfomance del habla, incluso en el caso del exegeta, el intérprete o el traductor. El del poeta que, según Rudhyar, habita en Géminis para sanar la herida de la diferencia a través de la creación verbal, quizás sea un camino para llegar a la verdad que Sagitario y, más profundamente, Piscis, buscan reflejar. Hablando y escuchando, tendiendo puentes entre los buscadores de la verdad, quizás podamos lograr que la Astrología depare al futuro todo lo bueno que tenga para dar y que merezcamos. Como dice Umberto Eco, “quizás la lengua originaria de Adán comprendía todas las otras lenguas, y a sus hijos les queda la herencia de ganarse el pleno y armónico señorío de la Torre de Babel”.

 

Jerónimo Jerry Brignone
 

 

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