GRECIA EN LA LITERATURA ARGENTINA

por  Antonio Requeni

(Conferencia pronunciada en Buenos Aires en 1997 en el marco de la Feria del Libro, publicada en Excerpta Scholastica XI, Facultad de Filosofía y Letras UCA, 2003, y presentada aquí por la gentil autorización de su autor)

 

            Decir que Grecia es la madre de Occidente o la fuente de nuestra cultura es, sin duda, un lugar común. Pero, al mismo tiempo, una verdad irrebatible. La razón, la imaginación y la fantasía, así como la curiosidad intelectual de los griegos, está en la raíz de los conocimientos, la especulación filosófica y la creación artística de la civilización occidental que los argentinos hemos heredado. Desde Homero hasta Elytis, desde Platón y Esquilo hasta Kazantzakis y Seferis, el espíritu de la Grecia eterna nos sigue fecundando.

            El tema elegido para esta ocasión ha sido “Grecia en la literatura argentina, de Lugones a Gudiño Kieffer”. En realidad, es posible encontrar rastros de la admiración hacia Grecia en hombres de letras argentinos que vivieron en el siglo XIX antes de Lugones; con todo, será a comienzos de nuestro siglo (como consecuencia del Modernismo de Rubén Darío, poeta que captó intensamente las resonancias paganas y poéticas de la civilización griega), cuando ésta pasará a enriquecer o influir en eminentes intelectuales americanos. Podríamos citar al uruguayo José Enrique Rodó, autor de Los motivos de Proteo y de El camino de Paros, y al mexicano Alfonso Reyes, quien no se conformó con redactar los bellísimos sonetos de Homero en Cuernavaca y el poema dramático Ifigenia cruel, sino que tradujo magistralmente algunos de los cantos homéricos y fue un lúcido comentarista de la historia, los mitos y la literatura de la Grecia clásica.

            El título de helenista asignado a Alfonso Reyes la cabe también, con justicia, a nuestro Leopoldo Lugones. Al leer su vasta y multifacética obra encontramos una considerable cantidad de títulos dedicados a la cultura griega: “Prometeo”, “Las limaduras de Hephaistos”, “Piedras liminares”, “La torre de Casandra”, “Las industrias de Atenas”, “La funesta Helena”, “Un paladín de la Ilíada”, “El ejército de la Ilíada”, “La dama de la Odisea” y “Héctor el domador”; pequeños volúmenes reunidos en 1924 en Nuevos estudios helénicos y ampliados en 1928 en Nuevos estudios helénicos con “Apostillas homéricas”, “Interpretaciones homéricas”, “Las carreras de la Ilíada”, “Apuntes del helenismo médico” y la traducción en alejandrinos de los hexámetros de los cantos I y IX de la Ilíada.

            Lugones fue un fervoroso defensor de las virtudes épicas y por lo tanto un admirador de los protagonistas de la gesta troyana. En un artículo titulado “Lugones el griego”, José Edmundo Clemente, otro enamorado de Grecia, afirmó: “El impulso de Homero condiciona el humanismo beligerante de Lugones. De Homero y de la Grecia entera. Filosofía, historia, mitología, idioma, poesía, arte y hasta las artesanías, concienzudamente estudiadas en el hermoso librito ´Las industrias de Atenas´, llenaron de fichas y de libros su rica biblioteca particular. También deportes, medicina, política, vida cotidiana, fueron tratados, comprendidos y gozados por Lugones con el mismo fanatismo razonador de aquellos fundadores de la cultura occidental. Como un griego más.”

            Recordemos que Borges afirmó en una ocasión: “Por pertenecer a la cultura occidental, todos somos griegos.” Tal vez ningún representante de nuestra literatura haya asumido con tanta fuerza de convicción esa pertenencia a una remota pero siempre vigente identidad. Cabe señalar, por otra parte, que ya en 1902, un poeta del Modernismo, como Lugones, Leopoldo Díaz, publicó La Nueva Grecia.

            Otro poeta y ensayista contemporáneo de Lugones y Díaz, Arturo Capdevila, hombre de variados saberes y muy diversa producción, consagró uno de sus libros a la Ilíada. Pero fue Arturo Marasso, riojano de Chilecito, maestro de maestros, polígrafo, sensible poeta y más que un erudito, un verdadero sabio, quien no sólo meditó sin sintió hondamente el mensaje espiritual de Grecia; menos el de carácter heroico -que sedujo al autor de Las fuerzas extrañas- como el aliento pagano de la poesía y los mitos milenarios del Peloponeso. Fue, además, admirador y comentarista de uno de los más prestigiosos helenistas de nuestro tiempo, el francés André Bonnard. En muchos de los libros de Marasso, Bajo los astros, Las joyas de las islas, Poemas de integración, La mirada en el tiempo y, sobre todo, Paisajes y elegías, descubrimos el alma que anima la Naturaleza expresada con palabras inspiradas por los misterios órficos o la felicidad bucólica de Teócrito y Anacreonte. Marasso pareció haber descubierto en los griegos, y a través de la meditativa contemplación del paisaje, que a vida, como la belleza, son insoslayables testimonios de lo sagrado. Leyéndolo experimentamos el sentimiento de lo sobrenatural que alienta en las formas terrestres y en el corazón del hombre, una ráfaga sutil, una palpitación temblorosamente transmitida a través de poemas y también de prosas que participan, como sus versos, de un estado lírico.

            Escribió Marasso un solo libro sobre tema griego: Píndaro en la literatura castellana, pero toda su obra diríase impregnada de la mística griega. “Leía en el libro del Universo”, dijo de él su discípulo y comentarista Héctor Ciocchini, “y veía detrás de la sabiduría de los mitos”.

            En la brillante generación aparecida en la década del veinte sobresale por el vigor de su talento, su visceral inconformismo y su calidad poética, Luis Franco. Al igual que los poetas mencionados hasta aquí -Lugones y Capdevila, cordobeses y Marasso, riojano- Franco era también hombre del interior, de Belén, Catamarca, donde constelaciones, pájaros, aromas y cigarras lo indujeron, seguramente, a comulgar con el espíritu de los primitivos poetas de la Hélade. Sintió por ellos una atracción inteligente y apasionada: Homero, Hesíodo, Teócrito, Safo, Anacreonte, Píndaro, así como por los trágicos Esquilo, Sófocles y Eurípides. Ya en sus primeros libros, La flauta de caña, Libro del gay vivir, Los trabajos y los días y Pan, advertimos la nítida huella de la lírica griega, así como en los ensayos que conforman su libro Revisión de los griegos, donde nos ofrece agudas observaciones sobre la historia, la política y la sociedad de esa civilización que inventó no sólo la filosofía y la tragedia sino también la democracia.

            Franco supo ver en los hexámetros homéricos, en los hallazgos filosóficos, en las estremecedoras pasiones de las tragedias clásicas, en los mitos de fuerte carga simbólica -especialmente el de Prometeo-, en la euritmia de sus monumentos o en las gráciles decoraciones de un vaso de cerámica, el riquísimo mundo de imaginación y de belleza que sustentan aquella cultura en la que el hombre era el eje y el sostén del Universo. Luis Franco fue un humanista rebelde en una época de utilitarismo y banalidad. La superioridad de su espíritu lo llevó a un altivo aislamiento en el que se sintió acompañado por las sombras preclaras de los dioses, semidioses y héroes de la tradición helénica, así como de sus poetas emblemáticos. Lucas Moreno, en el prólogo al volumen antológico La poesía de Luis Franco, editada por EUDEBA en 1965, señalaba: “Si con Los trabajos y los días el genio griego inicia en poesía la epopeya didáctica, alaba los frutos del trabajo honrado y enjuicia a los ´principales devoradores de presentes´, nuestro poeta criollo desarrolla su inicial poesía pastoril hasta alcanzar los mayores aciertos, consagrándose, sólo por los poemas de este libro, como un poeta bucólico comparable a los clásicos.” Luis Franco murió en 1989 a los 88 años. Creemos que su talento no ha sido aún justipreciado.

            Otros escritores argentinos de la época escribieron libros en los que se hace referencia a Grecia y a su cultura, entre ellos Jorge Max Rohde, en su libro de viajes Stella Polaris; José Luis Lanuza, en Una nube llamada Helena; Eduardo González Lanuza en Cuaderno de bitácora; Manuel Mujica Lainez en Placeres y fatigas de los viajes; José Edmundo Clemente en Los temas esenciales de la literatura y Guía de lecturas informales. Leopoldo Marechal recreó el mito de Antígona en Antígona Vélez y otros autores como Julio Cortázar, Sergio de Cecco y Jorge Masciángioli utilizaron la mitología griega en Los reyes, El reñidero y Safón y los pájaros, respectivamente. Jorgelina Laubet y Rodolfo Modern, por su parte, escribieron conjuntamente la pieza teatral Penélope aguarda.

            La presencia entre nosotros, durante muchos años, del italiano Rodolfo Mondolfo, uno de los más destacados estudiosos mundiales de los filósofos presocráticos -Heráclito en especial- determinó que un brillante grupo de profesores de filosofía argentinos se dedicaran también al análisis y comentario de los filósofos griegos, entre ellos Alfredo Llanos, que escribió varios importantes volúmenes sobre Aristóteles, Epicuro y los presocráticos. El tucumano Hernán Zucchi publicó un libro sobre Aristóteles; Carmen Balzer, el volumen El ser griego; Conrado Eggers-Lan dedicó varios trabajos a los filósofos del siglo de Pericles.

            Jorge Luis Borges no podía haber prescindido de Grecia en su obra. Conocida es su pasión por los laberintos, así que el célebre laberinto cretense de Cnosos representó para él una metáfora de la que habló y escribió en varias oportunidades. En sus ensayos y cuentos se ocupó de las diversas versiones homéricas: de Aquiles y la tortuga, del monstruo Asterión. En su libro Atlas figuran los textos cortos titulados El tempo de Poseidón, Atenas, Epidauro y El laberinto de Creta. Entre sus poemas mencionaré algunos títulos que hablan del interés de nuestro máximo escritor: A un poeta menor de la Antología, Una llave en Salónica, Odisea, libro vigésimo tercero, Edipo y el enigma, Heráclito, Proteo, Otra versión de Proteo y una de las últimas composiciones en verso que escribió y que quiero recordar aquí: Musica Griega . En 1985 María Kodama decidió estudiar danzas griegas y concurría a un estudio de la calle Córdoba. Borges, que solía acompañarla, se quedaba sentado, en un rincón de la sala, siguiendo con leves movimientos de la cabeza el compás de la música, tal vez de Kalomiris o Theodorakis, y una tarde escribió este poema que publicó el diario Clarín el 11 de abril del 85 pero no fue recogido aún en el libro.

            Hijo de irlandeses, especialista en literatura inglesa y traductor de Shakespeare, Patricio Gannon fue también un enamorado de Grecia. Viajó varias veces por el archipiélago griego y en 1967 publicó un sugestivo libro titulado En las puertas de Pausanias. El título hace referencia al historiador Pausanias, que recorrió Grecia en la primera mitad del siglo II de la era cristiana, época en que reinaron los emperadores Adriano y Antonio Pío, y redactó luego los diez libros que componen Descripción de Grecia. Esta obra sería de gran utilidad al arqueólogo Heinrich Schliemann, quien gracias a sus informaciones pudo situar y luego descubrir, en 1876, la ciudad de Micenas. “Sin Pausanias -dice James Frazer, el autor de La Rama Dorada- las ruinas de Grecia, en su mayor parte, no serían sino un laberinto sin clave, un acertijo desprovisto de solución.”

            En su libro, el argentino Patricio Gannon sigue solamente algunos de los pasos de Pausanias pero lo hace con una refinada visión contemporánea, con la mirada de un hombre culto y de aguda sensibilidad para las emociones del arte. Leer su libro constituye una experiencia deliciosa. Recorremos con él la costa del golfo Sarónico para llegar el cabo Sunion, en cuyo promontorio, junto a las tronchadas columnas dóricas del templo de Neptuno, Lord Byron confesó en versos memorables que allí hubiera querido morir. Entramos luego con Gannon en Olimpia, visitamos las islas de Zante, Skiros, Chios y Cynara y lo acompañamos en sus divagaciones por Éfeso. En cada lugar el escritor va relatando anécdotas e historias relacionadas casi siempre con la literatura, transcribe versos de poetas que pasaron por allí y nos ofrece un testimonio sentimental que ayuda a experimentar eso que el mismo autor denomina “El amor a Grecia”.

            Por la época en que empezaron a escribir algunos de los autores nombrados llegó al país Jorge Paraskevaídis  (bio) , un joven griego que había cursado en Constantinopla filosofía y letras, estudios que amplió en Buenos Aires. Aquí cumplió una señalada labor cultural y social dentro de la comunidad. Fundó la Asociación Helénica de Socorros Mutuos y presidió la Asociación San Demetrio, además de dirigir el periódico Patria, que ya aparecía en griego pero que él transformó en bilingüe para que publicaran en sus páginas periodísticas hombres de letras argentinos. Allí colaboraron destacadas personalidades como el presidente del Uruguay, Baltasar Blum, y Leopoldo Lugones, con quien Paraskevaídis solía conversar sobre los temas helénicos que interesaban al autor de Las fuerzas extrañas. Otros amigos y colaboradores de su diario fueron Ricardo Rojas, Álvaro Melián Lafinur, Pedro Miguel Obligado y Enrique de Gandía, pero muy especialmente Manuel Gálvez, a quien Paraskevaídis enseñó el griego moderno. No muchos saben que Gálvez tradujo un cuento de Kostis Palamás (el autor de los versos del himno de Grecia) y que por su trabajo “La Acrópolis bajo la luna” fue nombrado miembro honorario del Instituto Helénico de Madrid.

            Otro griego estrechamente vinculado con la intelectualidad argentina fue Jorge Hurmuziadis, traductor de Abelardo Arias, Luisa Mercedes Levinson, Manuel Mujica Láinez, José Luis Lanuza y Joaquín Giannuzi, así como Antonio Ghikas, quien como agregado cultural de la embajada de su país en la Argentina posibilitó que escritores argentinos viajaran a Grecia.

            Uno de los escritores argentinos modernos que más hondamente sintió la atracción por la cultura, los mitos y la realidad actual de Grecia, en sus paisajes y sus hombres, fue el nombrado Abelardo Arias. Tuve el privilegio de ser su amigo y recuerdo que se complacía en recordar que su primera colaboración en el suplemento literario de La Nación, en 1936, fue un artículo titulado “Partenón”, que incluiría tiempo después en el volumen Grecia en los ojos y en las manos. Abelardo Arias mezcló en ese tomo sus lúcidas observaciones de viajero con su habilidad de novelista, para lograr una obra de interés e insoslayable provecho para los lectores deseosos de conocer a Grecia.

Quien ya se había granjeado el reconocimiento de la crítica y del público con novelas como Álamos talados, La vara de fuego y El gran cobarde, renovó con ese volumen, así como con París-Roma, de lo visto y lo tocado y Viaje latino, el tradicional género del libro de viajes. No una simple guía, más matizada literariamente que los folletos turísticos, sino la sucesión de estampas animadas por seres vivos, tanto actuales como antiguos, pues Abelardo poseía el raro don de dar vida a personales y lugares históricos, de relacionar la belleza de las obras del arte con los hombres y los paisajes donde fueron creadas.

Pero si Grecia en los ojos y en las manos es una descripción y una evocación amenísima de la Grecia de ayer y de hoy, la obra mayor de Abelardo Arias relacionada con Grecia es, indudablemente, su novela Minotauroamor, comenzada a escribir en Heraclion, Creta, entre 1961 y 1965, y terminada en Buenos Aires en 1966. Una parte de la novela transcurre en la isla del rey Minos, en el siglo XI antes de Cristo, siglo de oro de la civilización prehelénica, cuando Asterión, el Minotauro, cuerpo de hombre y cabeza de toro, habitaba el famoso laberinto de Cnosos. Los monstruos eran para Abelardo representativos de lo humano, así como muchas veces lo humano representaba, desdichadamente, lo monstruoso. Esa dualidad se refleja de modo trágico en la novela, que alterna el antiguo escenario de Creta con el moderno de Buenos Aires (la novela empieza con el remate del gran Aberdeen Angus en la exposición de la Sociedad Rural de Palermo). En la novela de Arias tanto el Minotauro como el rey Minos, la reina Pasifae, Dédalo (el arquitecto del Laberinto) y su hijo Ícaro, obsesionado por volar, Fedra, Teseo y Ariadna, así como los siete efebos y las siete doncellas destinados a un trágico ritual, todos ellos viven su mundo cotidiano como lo vivimos nosotros.

Minotauroamor, de Abelardo Arias, fue una obra impar en nuestra novelística hasta la aparición, en 1996, de El príncipe de los lirios, de Eduardo Gudiño Kieffer, ya que ambas ficciones pueden ser comparadas, a pesar de sus desemejanzas argumentales, de tono y estilo. Por lo pronto, El príncipe de los lirios, título que alude a una figura pintada en uno de los muros del palacio de Cnosos, transcurre también en Creta, 15 siglos antes de Cristo. Más que una ficción histórica, es una novela mitológica, pero como ha expresado el autor, él no ve el mito identificado con la mentira o la ficción sino con lo histórico, lo psicológico y lo social. Hay también en la novela de Gudiño Kiefferun príncipe y un monstruo, aunque éste no es el Minotauro sino un extranjero con apariencia de mandril que posee el don de las lenguas junto al de la profecía. Alrededor de ellos se mueven amores e intrigas, concuspiscencias y crímenes, todo entreverado -con bien dosificado suspenso- a lo largo de casi 600 páginas por las que desfila toda la riqueza de los mitos que caracterizan a aquella cultura prehelénica; ceremonias esotéricas, lunas que sangran y sueños premonitorios, así como reyes, hechiceros, sacerdotisas, prostitutas, nobles reducidos a esclavitud y extraños seres que entran y salen de la muerte.

Gudiño Kieffer imaginó esta novela cuando viajó  a Grecia en virtud de un premio otorgado por el Instituto Griego de Cultura. Dicho galardón reconoció las virtudes de su novela Kerkira, Kerkira, ambientada en la isla de Corfú y presentada con seudónimo a un concurso del que yo fui jurado. Recuerdo que adjudicamos la recompensa a la novela de Gudiño, sin saber que era de él, por los valores estéticos de su prosa por las vívidas descripciones de un paisaje en el que, en realidad, Gudiño nunca había estado. Pero esa es la magia del arte, que transforma lo imaginado en realidad y da a esa realidad significados nuevos. En aquella ocasión fue premiado otro hermoso relato ambientado en Grecia, Invocación a la vida, de Jorge Beltrán. Cabe recordar que también en 1996 se publicó una excelente novela en la que varios capítulos tienen a una isla griega por escenario: El templo de las mujeres, de Vlady Kociancich.

Seguramente habrán quedado entre las teclas de la Olivetti (todavía no utilizo la computadora) algunos nombres de autores que mojaron su pluma o su inspiración en el azul del luminoso Egeo. Cuando escribía estos párrafos alguien me recordó a Noemí Vergara de Bietti, notable ensayista y ser humano inolvidable, así como la poeta y profesora Ángela Blanco Amores de Pagella, que publicó Los mitos griegos en el teatro argentino.

            Mención aparte merecen los poetas. No los he olvidado. En primer término Jorge Calvetti -que mucho sabe de Grecia y de sus escritores- volcó en más de un poema y también en relatos perdurables algo o mucho de esa sabiduría. Lisandro Z. D. Galtier amó a Grecia y tradujo un poema de Seferis en su libro El zorzal. Héctor Ciocchini, poeta cultísimo, profundamente identificado con la cultura griega, recogió en su primer libro poemas escritos entre 1944 y 1949 con el título Los dioses, la noche, elegías, volumen publicado por la Editorial Délfica.

            Máximo Simpson, en Los caballos de Aquiles (el mismo título de un poema de Kavafis), evoca en aquella escena tremenda de la Ilíada (“tremendo”, etimológicamente significa “que hace temblar”), cuando los caballos hablan para advertirle a Aquiles de su propia muerte.

            Un hondo, lúcido y querido poeta, el platense Horacio Castillo, se inspiró en temas griegos para algunas de sus poesías y estudió griego moderno para leer a los grandes poetas contemporáneos de Grecia, a los que ha vertido a nuestro idioma con impecable calidad. No hace mucho presentó su antología Poesía griega moderna. Finalmente hay que nombrar entre los traductores a Nina Anghelidis, griega de nacimiento pero con muchos años de residencia en la Argentina, con quien colaboraron en distintas ocasiones Carlos Spinedi y Nicolás Cócaro, y gracias a quienes muchos argentinos hemos podido deleitarnos con los versos de Elytis, Ristos o Kalokiris. Spinedi publicó en 1993 el libro Temas y testimionios, donde recoge reportajes a poetas griegos modernos, notas sobre literatura griega y referencias a autores argentinos de esa ascendencia como Libertad Demitropulos, Homero Atanasiu, Fernández Spiro, Nicolás Spiro y Jorge Zunino. Una poeta ya fallecida, Nelly Candegabe, escribió en 1981 “Kazantzakis, su búsqueda de la trascendencia”, trabajo que fue traducido al griego por el entonces embajador Vassili Vitsakis.

            Necesario es señalar que así como algunos de nuestros poetas están marcados por la gravitación de las voces mayores de la lengua inglesa como Eliot, Pound o Wallace Stevens, por franceses como René Char, alemanes como Trakl o Celan, italianos como Ungaretti y Montale o por el portugués Pessoa, en algunos de los versicultores de la más reciente promoción es evidente la influencia de Kavafis. La Grecia literaria ya no es únicamente la de Homero, Esquilo, Sófocles o Aristófanes, sino también la de Kazantzakis, quien al igual que Borges murió sin que se le hiciera la justicia del Premio Nobel, y la de Seferis y Elytis, que sí lo obtuvieron.

            Borges solía decir que los argentinos somos los verdaderos europeos. Un español, un italiano, un inglés o un alemán, antes que europeos, son españoles, italianos, ingleses o alemanes. En cambio nosotros constituimos una mezcla de todos ellos, vale decir que representamos a los europeos en su conjunto. Por lo tanto, como herederos de esa Europa que hunde en Grecia sus más profundas raíces culturales, los argentinos también “somos griegos”. Desde el fondo de los siglos, esa porción privilegiada del Peloponeso, con sus islas que salpican las azules aguas del Mediterráneo, ha sido un yacimiento de are y un venero de poesía. Más que un país, Grecia es un poema escrito por la historia.

             

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